La naturalidad de las maravillas o la soledad acompañada

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Gabriel García Márquez / EFE

Por GERARDO VIVAS PINEDA

Para LGS, exportador de mensajes prohibidos.

Resulta que un tal Aureliano tuvo que ser fusilado sin perdón y sin remedio. La advertencia fue a la línea del frente. Era la ansiada novela de un desconocido y escurridizo colombiano. Tan pronto como leí esta página, me sentí abrumado por el destello de maravillas en la punta de mis dedos. Había piedras esferoides tan grandes en el río de la ciudad que simulaban huevos de dinosaurio. Hablábamos de un mundo tan reciente que nadie había llamado aún a las cosas por su nombre propio, como si el irreverente escritor hubiera tomado prestada una creación sustituta del Génesis. Extraños, ambulantes, honestos gitanos aparecían arrastrando ruidosamente imanes frente a los cuales los tornillos y clavos de las puertas se empeñaban en desprenderse hacia la libertad. El líder gitano atribuía almas a la materia inerte, y había una zona de existencia más allá de los milagros y la magia, como afirma José Arcadio Buendía, el padre del sujeto acribillado «muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento». . Todo lo excepcional fue contado con una seductora naturalidad. La extravagancia se me hizo familiar, e iba a empezar a creer, una tras otra, las maravillas relatadas. De hecho, me embarcaba en un galeón enemigo de la lógica y la física: había naufragado en medio de la selva.

Sin embargo, el primer acercamiento no fue fácil. Pasaron los años para el intento final. El libro brillante se había puesto de moda, pero había un problema: odiaba las tendencias de moda. Recuerdo mi escape fugaz de dos libros deslumbrantes durante esta cálida era de la Guerra Fría. Prejuiciado y tímido me alejé de en sangre fria, frialdad que nada tenía que ver con dicha guerra. Era la crónica realizada por un tal Capote sobre el allanamiento, captura y ahorcamiento de dos asesinos empedernidos: habían masacrado a toda una familia a tiros. No soporté el bombardeo de propaganda en televisión, radio y prensa y me escapé de la manada de lectores. me paso algo parecido Mariposa. Un claro ejemplo de literatura oral “desmoralizada”, fue escrita en trece cuadernos por un francés llamado Henry Charrière sin experiencia previa en escritura, para contar una epopeya de prisión y fuga. El acusado, entre otras aventuras increíbles, había comprado un barco de emergencia en una isla habitada por 200 leprosos y había salido ileso. Cuando me di cuenta de que ya habían pasado varias décadas. Lamenté haber pospuesto estas increíbles lecturas.

Al mismo tiempo, un concierto de rock de tres días y tres noches llamado Woodstock la música se adaptó a los deseos contraculturales y moldeó mi estructura mental para siempre. En ese momento, un misterioso peruano había publicado la novela de peleas juveniles arquetípicas, con dos perros mordiéndose en la tapa de bolsillo de libro de bolsillo barato. La historia, experimental y provocadora, me aburrió sin aparente arrepentimiento, pero me obligó a combinar hipótesis y sospechas. Así es como entré en la literatura respetable. La librería imprescindible Lirio, a pocas calles de mi casa y de mi escuela, donde negras sotanas trataron de blanquear mi alma, amontono estas renombradas obras en la insistente oferta de sus escaparates. Pasaron unos años y el ahora famoso y expansivo peruano me tiró el anzuelo decisivo en ese lugar con un libro crítico y biográfico. El joven escritor había sido hechizado por el autor de la ejecución premonitoria. Ambos protagonizaron la explosión de las letras latinoamericanas apodadas auge por interesado y hablador. García Márquez: historia de un deicidio era un título desconcertante y estimulante. encontré la palabra deicidio, que ignoró: se ofreció a matar a Dios sin rodeos. Compré el libro inmediatamente. Al título le faltaba el primer nombre, Gabriel, alimento sustrato del apodo Gabo con el que el nuevo héroe de la escritura generó otra modalidad denominada Cien años de soledad. Odié el libro y al autor hace apenas 55 años, pero la fama lo llevaría desde su fangoso pueblo natal de la Nueva Granada hasta las antípodas a espaldas de la Tierra. A pesar de mi desafección, la confabulación de colegas ilustres fue más fuerte que mi estupidez refractaria.

Así fue como el peruano me abrió la puerta al colombiano, provocando mi rendición ante el Cien años solo. Para ser honesto, la soledad anunciada me pareció más fanfarria que ficción, a juzgar por el desfile de maravillas diarias compartidas por una ciudad entera en su camino hacia su propia destrucción. La gitana de invenciones improbables lo había predicho en un oráculo dado al penúltimo Buendía. El último, con un rabo de cerdo adherido al cuerpo del recién nacido, sería devorado por escandalosas hormigas invasoras, mientras el pergamino era descifrado en medio del huracán apocalíptico que devoró al frustrado popular e incestuoso Macondo. Personajes delirantes y casi legendarios deambulaban por las calles junto a niños descalzos y borrachos impenitentes. Remedios la bella ascendió al cielo en una traición descarada de La Madre de Dios asesinada artísticamente por la pareja de escritores; el judío errante vagó sin ser visto; los muertos se visitaban en forma olímpica; el mismo muerto vestido con agujas de coser de hilo azul ayudado por Amaranta. En fin, miríadas de seres tan reales como fantásticos se agolparon en el bar con la gente del pueblo y murieron, pero de risa. Les faltó el temor de desaparecer y cumplir la edad de la terrible predestinación. Todo lo imposible se burlaba de lo posible, y la arbitrariedad absoluta se había disuelto en la nada de la infelicidad total. Cuando terminé de leer, la metafórica soledad del título entre el amor salvaje y el odio compasivo se había desvanecido, y no pude evitar releer el versículo 2 del primer capítulo del Génesis: “La tierra estaba confusa y el vacío y las tinieblas cubrían la faz del abismo. Entonces la constante hipérbole del atrevido relato que gira sobre sí mismo me reclutó a perpetuidad. Por cierto, en el estudio del deicidio garciamarquiano, Vargas Llosa había dicho que en Macondo “nadie ni nada es excesivo porque el exceso es la norma de las cosas”. «. Yo creo que sí, igual que en nuestro escandaloso continente, donde adornan su Libertador de bronce para coronar todos los lugares del pueblo pero hacen cirugías plásticas en billetes devaluados. Es el macrocosmos impenetrable donde las cascadas alcanzan a los ángeles, las serpientes se comen a los venados distraídos». , los cóndores perturban los firmamentos andinos y la gente común sigue preguntándose en su empeño si es posible aniquilar a Dios. Queda la duda de si algunas mayorías intuyen el lugar del séptimo día en la historia y en la eternidad, como ocurre en la Biblia arrinconada, pero no en Macondo que gira en torno a la línea equinoccial.

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