Tomo prestado el título del interesante libro de Yascha Mounk para reflexionar sobre un tema de suma importancia en la democracia actual. Me refiero a sus enemigos internos, un peligro real que amenaza su futuro en todas las latitudes, pues incluso las democracias que consideramos más estables están bajo ataque y aparece la amenaza de su naufragio. La última oleada de fuerte agonía de la democracia fue el llamado período de entreguerras (1918-1933), gracias a su aplastamiento por las ideologías totalitarias, el fascismo y el comunismo, con una notable diferencia respecto a la situación actual: la democracia liberal todavía estaba en un etapa de construcción, además de estar presente en muy pocos países, un selecto club que se desarrolló considerablemente en la posguerra. Así triunfó la democracia liberal representativa que, gracias al estado de bienestar y al avance del desarrollo capitalista, redujo el conflicto de clases a su mínima expresión y llegó a un consenso político donde prevaleció la moderación y el sentido común entre la mayoría de sus ciudadanos.

Ese consenso de élites, también un consenso de mayorías, conducida por una clase política en lo fundamental esclarecida, unida por los valores e instituciones recogidos en sus renovadas constituciones, es el que se encuentra en la actualidad en crisis, perdido el rumbo y sin saber a dónde vamos. Es cierto que el pueblo es una categoría variable en sus interpretaciones. Para nuestros propósitos, en este largo período que va desde 1945 hasta nuestros días, ha perdido el sentido de integración, dividiéndose en fuertes «escisiones» que han desvirtuado el concepto de ciudadanía, y transformado la arena política en una lucha sin piedad donde la ética se rindió en una pura lucha por el poder.

Nada ayuda a reforzar el sentido de nación y menos a vincularlo al sentido de Estado que contribuye a la convivencia ya un mínimo de armonía social. El centro político, es decir el eje que armoniza las diferencias y permite la gobernabilidad, está ahora tan maltratado que ha perdido su operatividad. Se han llevado a los extremos, principalmente en las naciones occidentales, los orgullosos modelos de democracia liberal representativa, ya sea por la izquierda, y particularmente en las democracias del hemisferio norte por la derecha, un neofascismo intolerante, racista y fundamentalista, que amenaza laboriosamente la convivencia lograda. En fin, los extremos, la extrema derecha y la extrema izquierda, tan dañinas y perniciosas en nuestras latitudes, se unen una vez más para intentar destruir el orden democrático, y su consecuencia en las dictaduras, que a falta de mejor nombre podemos llamar como dictaduras posmodernas.

La intolerancia es la reina de la actualidad, y las nuevas tecnologías de la comunicación, especialmente las redes sociales, no aportan nada a ella, al contrario, la estimulan y rechazan en general el diálogo fecundo que debe guiar una sana vida democrática. La Ilustración, ¡cómo quisiéramos que no fuera así!, con su lucidez guiada por la idea de la razón y la razonabilidad, va perdiendo la batalla contra los extremos y surge lo que un autor llama la “estupidez estructural”. y violento, que utiliza la comparación de un partido de fútbol, ​​separa a los aficionados de un lado o del otro en trincheras, incitados a gritar tonterías en una competencia galopante para mostrar cuál es más intimidante en su imposición sobre el oponente.

La democracia está en peligro, además de que los venezolanos la hemos perdido tristemente por graves errores que no hemos podido corregir para revivirla. Al menos tenemos la amarga conciencia de lo que significa haberla perdido, frente al sufrimiento que nos provoca la cruel dictadura que nos gobierna, y luego poder adquirir el conocimiento para reivindicarla, repensar la ciudadanía y, en su buen sentido, saber conservarlo.

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