Los mayores sufren una pandemia de soledad | FotoEFE

Desconfío de esas generalizaciones que establecen patrones en el comportamiento humano que duran dos o tres meses. Algunas de estas modas están impulsadas por el ruido de los medios que hace que las personas impresionables quieran lucir como deberían verse o sentirse de acuerdo con los complementos culturales. Un caso claro es la epidemia de reasignación de género entre niños y adolescentes, una pintoresca aberración por el clima creado incansablemente por los medios de comunicación en busca de temas escandalosos, los políticos empeñados en defender libertades inéditas en lugar de proteger los derechos fundamentales y médicos, los jueces o incluso los padres queriendo no parecer reaccionarios ante el progresismo listo para llevar del que tanto oímos hablar. El último caso, en Orense, un niño de OCHO años autorizado por el juez a cambiar de sexo porque sus padres lo consideran ya maduro para el traslado: sólo tenemos suposiciones sobre la madurez de los padres y serias dudas sobre la del juez . En definitiva, no faltan otros ejemplos, así que mejor seguir adelante…

Según he leído en varios medios, no solo españoles, otra grave epidemia que estamos sufriendo (al parecer el covid ha creado escuela) es la de las personas afectadas por la soledad. La soledad no amada, por supuesto, es decir, la soledad con la que no saben qué hacer.. No conozco gente que haga un trabajo creativo que se queje de la soledad. Al contrario, lo buscan con avidez ya veces lamentan haberlo perdido. Pero aquellos que no hacen más que “socializar” –palabra que, lo siento, me parece detestable– tienen la soledad repentina como el peor de los males. Un socializador que a veces está solo es como un pez fuera del agua… Francamente, este tipo de angustia me da poca simpatía, tal vez porque Tenemos poca tolerancia para las debilidades que no tenemos.. Sin embargo, hay dos casos en los que las quejas sobre el sabor amargo de la soledad me parecen totalmente justificadas. Hablo de impotencia y de ausencia. Diré algunas palabras sobre cada uno de ellos.

Sentirse desamparado es sufrir el abandono de quienes, por parentesco, vínculo afectivo, deber institucional o cualquier otra forma de obligación, deben cuidarnos y ayudarnos a solucionar nuestros problemas. La persona sin hogar tiene la sensación de haber sido privada de algo que le pertenecía por derecho y cree que es víctima de una injusticia y no de la mera casualidad. Por eso el refugio para personas sin hogar ha sido durante mucho tiempo y sigue siendo hoy para muchos la deidad piadosa que nadie olvida o margina (o algunos de sus intermediarios auxiliares, vírgenes, santos celestiales y terrenales aspirantes a la santidad). Pero las demandas de los sin techo han cambiado de tono: antes de implorar la clemencia de las entidades sagradas, hoy reclaman legalmente la protección de las entidades públicas o de sus familiares que nos deben su apoyo o incluso su compañía. Cuando el manto de Dios o de la Virgen (incluso hay una Virgen de los Desamparados) era el refugio que podían buscar los más desamparados, se imploraba protección; pero ahora lo que se espera de las instituciones humanas es la justificación. Se ha perdido cierta poesía pero se ha adquirido un derecho y hasta un motivo de lucha política…

La otra soledad cuyo dolor comprendo, oh, demasiado bien, es la ausencia. Es la que produce los efectos más devastadores no a nivel de nuestras carencias materiales, sino en nuestro espíritu (sí, apedréame, soy de los que creen en el espíritu incluso más que en el alma). La ausencia no es soledad por falta de unos pocos o de muchos, sino por falta de alguien. Nos falta una persona y nos sobran todas las demás. Peor aún, más gente, ¡incluso benévola! – rodéanos y cuídanos, cuanto más aspiramos a la presencia que extrañamos, la que no volverá. Esta soledad, la verdadera, la más profunda, no es comprendida por lo superficial. “¡Ánimo, hombre, mujer, vengan a la reunión, lo pasaremos bien, conocerán gente! Y si respondes que eso es precisamente lo que más te asusta y más te molesta, te mirarán con incomprensión. Porque la ausencia nace de un amor gravemente herido: no porque falte el amor, sino porque falta lo amado. Y de la ausencia -¡si es que lo hacemos!- no salimos de olvidar lo que amamos, remedio de los miserables, sino de volver a amar, es decir, de reinventar lo que amamos sin olvidar lo que siempre extrañaremos.

La soledad del desamparo es una verdadera emergencia, especialmente para los niños y los ancianos, para los pacientes que viven en la pobreza. Cualquier política social digna de este calificativo debe tratar de remediarlo sin esperar la compasión de los dioses. La soledad de la ausencia es el terrible precio del amor en el mundo de la finitud: Bienaventurados los que no tienen que pagarlo o pagarlo y sobreviven espiritualmente a este tributo. En cuanto a los que se sienten solos porque están aburridos o no tienen seguidores en las redes sociales, bueno… que se jodan.

Artículo publicado en La meta

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Hildelita Carrera Cedillo
Hildelita Carrera Cedillo