La agenda de la democracia como experiencia instrumental se ha vuelto un lugar común y ha perdido su influencia como variable existencial para las generaciones actuales. Y es que, lamentablemente, se combina -por actores políticos y simpatizantes- sólo en términos de poder y como correa de transmisión del Estado. Olvidamos que el término expresa varias dimensiones del personalismo, del desarrollo integral de la persona humana y de su eminencia frente al mismo poder, en adelante global, que la amenaza y cosifica.

Se ha convertido en un dato de los algoritmos digitales o en un elemento subordinado de la naturaleza. Su vida vale menos, antes de que se establezca como ley el aborto y la eutanasia, que la vida de los animales y los bosques, beneficiarios de protección y nuevos referentes del culto ante la muerte declarada de Dios.

La reflexión reconstructiva frente al deconstructivismo cultural y político en boga debe, pues, articularse en torno a las cuestiones que conciernen al hombre mismo y a su conciencia, incluida su conciencia como nación, es decir, en torno a las raíces que fijan, como señor de los espacios y como una especie racional que adquiere perfectibilidad con el tiempo. El progresismo globalista, que disuelve los estados y pulveriza las naciones, amenaza su existencia como ser único, realizable sólo en la alteridad con los demás y junto con los demás, todas partes del mismo género, el humano.

Si es posible y pertinente, el humanismo deberá determinar y fundamentar una renovada interpretación ética y práctica de las tendencias direccionales del siglo XXI, en la perspectiva de otro período intergeneracional (2019-2049), desde la atalaya inmemorial del Pensamiento Judeocristiano en el oeste.

Las enseñanzas de la Iglesia Católica, al apuntar a universales y sustentar la tradición, han ofrecido respuestas que, fuera de lo confesional, deben ser reconsideradas para el debate y encuentro de una nueva síntesis antropológica que enfrente la globalidad de la deconstrucción. .

“Todo hombre sinceramente abierto a la verdad y al bien, incluso en medio de las dificultades y de las incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar y descubrir en la ley natural escrita en su corazón el valor sagrado del ser humano vida de principio a fin, y afirmar el derecho de todo ser humano a ver plenamente respetado este bien primordial. La convivencia humana y la misma comunidad política descansan en el reconocimiento de este derecho”, recuerda Juan Pablo II (Evangelium Vitae) en 1995.

Benedicto XVI ajusta, en 2009, que “el desarrollo humano integral presupone la libertad responsable de la persona y de los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo al margen y por encima de la responsabilidad humana”. Luego denuncia un fenómeno muy típico del progresismo globalista actual:

“Los “mesianismos prometedores, pero falsificadores de ilusiones” basan siempre sus propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque conduce a la sumisión del hombre, reducido a un medio de desarrollo, mientras que la humildad de quien acepta una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a la persona” (Caritas en verdad).

Los dos pontífices se acercan entonces a las dos formas de gobierno mundial y de totalización que pretenden subordinar al hombre y transformarlo en hecho u objeto de sus dictados, renunciando a la unidad de su naturaleza.

En cuanto al mundo digital y la inteligencia artificial, son esclarecedoras las palabras del Papa Ratzinger, en su citado documento: “El desarrollo tecnológico puede fomentar la idea de la autosuficiencia de la tecnología, cuando el hombre sólo se pregunta cómo, en lugar de considerar los porqués que te impulsa a actuar. Por lo tanto, la técnica tiene una cara ambigua. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad individual, puede entenderse como un elemento de la libertad absoluta, que quiere liberarse de los límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la tecnología, transformarse en un poder ideológico, lo que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada en un a priori del que no podría escapar para encontrar el ser y la verdad, dice.

Juan Pablo II, en su notable Encíclica y señalando la cuestión ecológica o transición verde, hace una amplia exégesis que parte de una premisa fundamental o básica: «El hombre, llamado a cultivar y cuidar el jardín del mundo, tiene una responsabilidad específicamente sobre el ambiente de vida, es decir sobre la creación que Dios puesto al servicio de su dignidad personal, de su vida: concerniente no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras”.

Por tanto, sus matices en esta materia deben leerse a la luz de dicho marco conceptual. “Es necesario, por tanto, estimular y apoyar la ‘conversión ecológica’ que, en las últimas décadas, ha hecho a la humanidad más sensible a la catástrofe hacia la que se dirigía. El hombre ya no es un «ministro» del Creador. Pero, déspota autónomo, comprende que finalmente debe detenerse ante el abismo”, dice el Papa Wojtyla.

Lapidaria es, y oportuna como epílogo, su afirmación conclusiva, con perspectiva universal, que planteó en 2001 en una de sus Audiencias Generales, uniendo la cuestión ecológica al problema crucial de las identidades y los géneros que han disuelto a nuestras naciones y las suyas: «No se trata sólo de una ecología ‘física’, atenta a la protección del hábitat de los diversos seres vivos, sino también de una ecología ‘humana’, que dignifica la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando un entorno para las futuras generaciones más cercano al proyecto del Creador”, concluye.

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Hildelita Carrera Cedillo
Hildelita Carrera Cedillo