Pasará algún tiempo antes de que sepamos qué tan productiva fue la cumbre de Los Ángeles. Algunos la recordarán como una reunión a la que no todos estaban invitados y a la que algunos invitados se negaron a asistir. Quedará el recuerdo de desencuentros, dudas, muchos discursos fogosos y predecibles y unas cuantas declaraciones oficiales, capaces de convocar a la unanimidad y enmascarar las diferencias.

A pocos días de que se levante el telón, todos comenzarán a preguntarse si los temas discutidos darán lugar a programas y acciones. Cuando los ánimos y las críticas se hayan calmado, quedará la sensación de que el Continente sigue postergando la discusión sobre el tema crucial: el de la desigualdad que existe al interior de cada país. Marcados por una legítima aspiración al progreso económico, hemos reducido los objetivos de la región al crecimiento y nos hemos limitado a medir su éxito o fracaso en términos de índices. El producto per cápita y su expansión no son, sin embargo, un referente de igualdad o calidad de vida.

Es bueno reiterar el compromiso con la Carta Democrática Interamericana, incluyendo el establecimiento de mecanismos para enfrentar los nuevos desafíos de la democracia, el apoyo a la labor de las misiones de observación electoral, el seguimiento al compromiso de promover la transparencia, la rendición de cuentas y la lucha contra la corrupción. Es correcto insistir en la protección de los defensores de los derechos humanos y aumentar la participación de la sociedad civil, el sector privado y nuevos actores en los procesos democráticos y la toma de decisiones. También es bueno llamar la atención sobre temas emergentes, aquellos relacionados con la transición de energía limpia, formas de compartir conocimientos técnicos y mejores prácticas para poner a las Américas a la vanguardia del cambio climático, la transformación digital.

Sin embargo, era de esperarse que la Cumbre de las Américas estuviera más en sintonía con los intereses y aspiraciones de los ciudadanos. El desinterés suscitado explica la igualmente nula o muy débil esperanza que suscita. Y lo será mientras no se plantee con madurez la más mordaz de las cuestiones, la de solucionar la monstruosa fractura social que ocultan los países. Hablamos de desequilibrios, de deficiencias en el modelo administrativo, de variables económicas o sociales, pero de las causas y soluciones de un modelo que provoca la exclusión de enormes masas de ciudadanos del bienestar del progreso, mientras algunos se benefician de un siniestro discurso político es rebosan de planteamientos o cifras sobre cómo se ha estructurado la desigualdad y sus consecuencias, pero no se ponen de acuerdo, ni se ponen de acuerdo esta vez, sobre los instrumentos de acción para desterrarla.

La cumbre de Los Ángeles perdió otra oportunidad de hablar de ello. La enérgica defensa de la democracia y de los derechos humanos realizada por cada uno de los presentes resulta fútil hasta que todos se empeñan en poner fin a este innegable problema. Los líderes estadounidenses tuvieron la oportunidad de elaborar una agenda pragmática y con visión de futuro en línea con los clamores de los ciudadanos. Pensar en la sociedad, comprometerse a comprenderla y representarla, distingue al líder del simple funcionario. La representatividad requiere mística, el conocimiento puesto al servicio del bien común marca la diferencia entre el líder y el burócrata. La clase dominante no se enfrenta al reto de interpretar correctamente los sentimientos y aspiraciones de los ciudadanos. Y esa es la única manera de recuperar su confianza.

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Hildelita Carrera Cedillo
Hildelita Carrera Cedillo